viernes, 9 de julio de 2010

No hay lugar para el amor. (Capitulo octavo)


No hay lugar para el amor. (Capitulo octavo)

El mar, cuando está en calma, en la caída de la tarde produce una serenidad que traspasa a todos los sentidos. El sol proyecta reflejos dorados sobre sus aguas y todo el horizonte tiene una luminosidad especial, incluso las rocas y la arena parece que se transportaran a un lugar de ensueño, ocurre lo mismo con el amanecer.
Descalza por la orilla, Carmen disfrutaba dejando romper las suaves olas sobre sus pies. Esta era una actividad que había aprendido a saborear y hacerla parte de sus sentidos al poco tiempo de llegar a Málaga, ocho años atrás. Esa tarde de Junio había supuesto la recuperación de esa sensación entre ella y su eterno cómplice, el mar. Su abuela le había sugerido la idea y ella sabía mejor que nadie, que le podía ir bien a su ánimo con solo mirarle a los ojos.
Llevaba meses en terapia a sugerencia de su psicólogo, una terapia de grupo donde había conocido a otras personas con experiencias y traumas similares. Le habían ayudado a superar, el sentirse alguien raro y anormal, poco a poco pudo asimilar que solo sufría las consecuencias lógicas del acoso y maltrato al que había estado sometida en su niñez y adolescencia por su padrastro. Como ella, no solo existían mujeres, también hombres, con todos ellos aprendía cada día a enfrentar sus miedos a saber cómo decirle a esa niña asustada, que se escondía en su interior que todo había pasado, que era libre. Desde ahora podría salir, correr, de tal forma que la mujer que era en este momento ya no tendría miedo a amar, ni a confiar, por primera vez en su vida todo estaba bien.
Caminando por la orilla de la playa, pensaba en Carlos, en su mirada, en su voz, en esa necesidad salvaje, que le hacía sentir como su sangre galopaba veloz por sus venas, provocándole un deseo tan sofocante que se transformaba en dolor, con el solo recuerdo de sus manos, sus labios, sus ojos, recorriendo, acariciando cada centímetro de su piel. Pensaba que si alguna vez, su amor tuvo una oportunidad se extinguió como una tormenta de verano, en el mismo instante que le obligo a marcharse sin darle ninguna explicación, solo su insultante miedo disfrazado de horror, repulsión y asco. En un impulso recogió una piedrecita de la arena y la lanzo al mar con rabia, gritando,
- Te quiero Carlos, nunca lo sabrás, y sin embargo te quiero- casi no pudo acabar de decir esas palabras, cuando tras de ella le pareció oír una voz familiar.
-Podrías probar a decírmelo a mí en vez de al mar, seguro que te doy mejores resultados- parecían palabras surgidas de uno de sus sueños.
Se dio media vuelta, para comprobar si la realidad podría esta vez, más que la ilusión y allí estaba Carlos. Una figura tan familiar, casi difuminada por la poca luz que despedía el somnoliento sol, que ya estaba desapareciendo en el horizonte.
El acuciante escozor que molestaba a sus ojos desde hacía rato, por la fuerza de unas lágrimas que luchaban por salir, acabó humedeciendo sus ojos en un llanto silencioso, que no le permitía emitir ni el más mínimo gemido. Carlos la abrazo y bajo sus labios hasta sus ojos, besando sus lágrimas una por una.
-Pequeña no llores. Era necesario esta separación, nunca he dejado de saber de ti, tu abuela se ha encargado de tenerme informado y ha sido ella la que me ha dicho dónde estabas y que ya estas preparada para vivir libremente- le decía mientras llevaba sus labios a la comisura de los de Carmen.
Ella le rodeó el cuello con los brazos cuando sintió que su beso se tornaba ávido y se apretó contra él con una facilidad que ningún fantasma del pasado logro intervenir impidiendo que disfrutara de esa sensación que asaltaba a su cuerpo. Nada existía excepto su mutua y tumultuosa necesidad, aquella profunda y primitiva pasión.
Fin

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