lunes, 5 de julio de 2010

No hay lugar para el amor (Capitulo cuarto)



No hay lugar para el amor (Capitulo cuarto)

Cualquiera que observase a Carlos Martín, no dudaría en absoluto de que era un hombre que por naturaleza, no solo desprendía una confianza absoluta en si mismo, sino que además difícilmente se dejaba vencer por algo. Sentado en el sillón frente a la mesa de su oficina, con la mirada fija en su teléfono móvil, recordaba las palabras de su amigo Andrés.
-Siempre tan caprichoso-, le había comentado Andrés, antes de facilitarle la información que Carlos esperaba.
- ¿Qué interés tienes por una criatura tan complicada e insignificante como Carmen Aranda?-Se intereso su amigo
-Eso es algo personal, Andrés- le había respondido a la defensiva
-Pues yo te recomiendo que si estas interesado en contratarla, es alguien muy inestable, tiene en su haber cuatro trabajos en menos de seis meses y todos muy diferentes entre sí.., ¡Ah, otra cosa!, jamás la despiden, se va ella solita, igualmente, que cambia de lugar de residencia. En el único sitio que dura más tiempo es en lo que parece ser, su refugio, en casa de su abuela paterna en Málaga Capital-, era la información que su amigo Andrés, inspector de policía en Málaga, había recabado, para él en honor a su amistad.
-¿Sabes si tiene más familia?..., continuo Carlos con su necesidad de saber.
-¡Sí!, su madre, y su padrastro que acaba de morir. He sabido que desde que se escapara de casa a los dieciséis años, jamás ha vuelto a casa de la madre, hasta el día del entierro de su padrastro, hace una semana-, siguió añadiendo Andrés, para esclarecer en la medida de lo posible las dudas de su amigo.
-¿Donde está ella ahora, lo sabes?-, Carlos seguía absorbiendo la máxima información, como si se tratase de un asunto de vida o muerte.
-No lo sé con exactitud, según deducción personal, siguiendo su costumbre, estará en casa de la abuela una temporada, lo hace siempre cuando abandona un trabajo-, Le sugirió Andrés llevado por su instinto de buen profesional.
Carlos repasaba en su memoria, toda la información que Andrés le había facilitado, mirando el papel, donde había anotado la dirección de Soledad Montes, la abuela de Carmen. La sostenía en sus manos, la presionaba fuertemente como queriéndose asegurar de que no la perdería,-Supongo que no estoy muy cuerdo, por dedicar tanto esfuerzo y tiempo a alguien que me rehúye, como si fuera el mismo demonio- se decía.
Por algún motivo desde que conociera a Carmen en aquella cafetería del centro de Málaga. -¡una simple camarera!, ¿qué tendría de diferente a las demás? Se repetía y preguntaba a si mismo, como queriendo justificar ese sentimiento que le parecía tan irracional en el y que aún no se había acostumbrado a sentir.
Ella había logrado que sintiera la necesidad de tener a alguien en su vida, que le reconfortase de tanto esfuerzo y quebraderos de cabeza, como originaba el trabajo diario. Sin embargo, hasta ahora, el único consuelo que había recibido era el que le hubiera dado un alfiler, al pinchárselo por accidente. No se resignaba, el necesitaba abrazarla, la recordaba suave y caliente, imprevisible y salvaje. El antídoto perfecto para un día arduo de estresante trabajo. Le aceleraba el pulso el recordar, esas veces, que la había descubierto mirándolo como si estuviera hipnotizada, tenía una especial y peligrosa forma de hacerle sentir como un gigante. Esa sensación fue la que origino en él, la necesidad de volver verla cada día y el descubrir que lo que sentía hacia ella, algo tan fascinante y tan excitante como un sueño. Por otro lado también estaba la otra inquietante y dolorosa reacción de Carmen, esa claustrofobia o fobia a los hombres, que descubriera la primera vez que la abrazara y le robase aquel beso, atrapada entre sus brazos, se le habían llenado los ojos de lagrimas, temblando, como traumatizada, gritando, ¡quítate!, ¡quítate!, empujándole con pánico.
-¿Es solo conmigo o reaccionas igual con todos?-, recordaba haberle preguntado.
-¡No! Era solo… era solo que me sentía atrapada. ¡No podía liberarme!- fue la balbuceante respuesta de ella.
Pero el capto su miedo en sus ojos, como si el fuese un ser lascivo y perverso.

Mientras tanto Carmen debatía con su madre temas incompletos, que difícilmente podrían ser resueltos alguna vez.
-Yo vivo mi vida-, decía Carmen a su madre. Su necesidad de enfrentarla con la verdad era muy fuerte, pero había mantenido silencio durante tantos años, que el silencio venció.
-¡Escusas!- la acuso su madre.
-¡Tú te casaste con él, yo no!-, se forzaba, Carmen en eliminar el cerco, que su madre intentaba crear en torno a ella.
-¡José te quería como un padre!, no te veía nunca. Te crió y se ocupo de ti, ¿y cómo le pagaste?, te fuiste de casa, con una abuela que jamás se preocupo por ti, sin decir adiós, con tu absurda negativa a volver, ni una llamada de teléfono, para preguntar por él. Ahora te niegas a vivir conmigo, prefieres esa vida de vagabunda, que llevas y a tu abuela-, eran las acusaciones, con las que su madre intentaba crearle una responsabilidad con respecto a ella.
-No me hagas odiarte mama-, le advirtió Carmen.
-¿Como odiabas a Pepe, verdad?-, Su madre la miro con los ojos entrecerrados, afirmando más que preguntando.
-¡Sí!, lo odiaba y si tuvieras un poco de sentido común, te preguntarías por qué-, Con esas palabras Carmen, salió de la habitación, dando un portazo, ya en la calle subió a su coche con la intención de irse sin mirar atrás.

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